El S.S. Columbia, un barco maldito en la bahía

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“Uno lo de los varios vapores que sin quererlo, ni planificación alguna, trajeron muerte y desolación a los puertos del norte y dejaron también en sus habitantes las más nobles lecciones de hermandad, sobrevivencia y esfuerzo humano personal y colectivo para derrotar a los más terribles adversarios naturales, desconocidos, microscópicos e invisibles a los ojos humanos”.

Es una mañana en Antofagasta que se quedó olvidada en el papel, atrapada en las tintas sepias de la historia urbana, sin día ni mes exacto en el calendario de 1903. Una mañana que nadie por mucho tiempo quiso recordar, que maestros y eruditos de la historia nunca escribieron de ella, dejándola olvidada en los baúles más dolorosos de la omisión culpable, junto a los cientos y miles de muertos y enfermos sobrevivientes que acompañaron su devenir histórico por cada una de las calamidades que trajo por más de 20 años al feroz desierto salitrero de Atacama y Tarapacá.

Ese día debió, sin duda alguna, haber amanecido particularmente helado, me imagino, con una bruma marina muy espesa, fría y especialmente persistente, detenida en el tiempo. Así, como dando el escenario perfecto de terror y espanto para que la muerte bajara de un barco maldito llamado S.S. Columbia, en la forma de inocentes pasajeros y tripulantes que en el interior de sus cuerpos y sin saberlo traían la más letal peste neumónica que producto de las picaduras de pulgas, ellos transmitirán por vía respiratoria a cuantos inocentes saludaron o besaron en gesto de amistad, reencuentro, compromiso o simplemente de pasión marinera y que sus almas aventureras y sus corazones valientes de exploradores del desierto jamás presintieron hasta el instante fatal en que, en sus lechos de moribundo entregaron su cuerpos al caliche invencible y sus almas al Dios de las alturas del desierto.

Un imponente vapor S.S. Columbia, fondeado en la bahía de San Jorge, se apreciaba boyante desde la ciudad que amanece sin saber lo que le esperaría por varios años. Este buque, con una bitácora impresionante que describe importantes travesías por los siete mares de mundo y que en este viaje fatal, procedía desde el puerto de San Francisco California por esos años con su fiebre del oro en plena ebullición y abundancia, se mece tranquilo e iluminado en el mar de Antofagasta.

Este vapor mixto de carga y pasajero, de cuatro poderosas calderas y de propiedad de la Oregón Railroad and Navigation Company y posteriormente la Unión Pacific estuvo en funcionamiento desde julio de 1880 hasta un triste 21 de junio de 1907 en que se hundió con 88 pasajeros, tripulantes y todos los niños que viajaban a bordo después de una predecible e irresponsable colisión con la goleta a vapor San Pedro en aguas estadounidenses. De 94 metros de eslora y 12 metros de manga, con 7 metros de calado, y con capacidad para 382 pasajeros, era un barco imponente para la época, lo que sumado a ser la primera embarcación civil con iluminación autogenerada con un dinamo instalado por la compañía eléctrica del propio Tomas Edison, lo distinguieron como un barco adelantado a su tiempo y que de tiempo en tiempo visitaba la bahía de nuestra ciudad.

El S.S. Columbia con varias colisiones y accidentes navales tuvo un difícil y más bien trágico desempeño operativo que lo llevaron a ser conocido como uno de los tantos “barcos malditos” que nutren las leyendas de la navegación mundial. Este barco había tenido en el viaje de regreso a la América del sur y tuvo la poca fortuna y desdicha de recalar en el puerto del Callao, Perú, donde sus bodegas, cocinas y camarotes se habían infectado gravemente de ratas, que son el reservorio natural de la peste bubónica y que la transmiten al ser humano mediante la picadura de sus pulgas infectadas. Entonces y producto de la proliferación a bordo del S.S. Columbia de estos roedores, algunos de gran tamaño, en cada puerto que recalaba la siniestra nave, las ratas que traía a bordo como polizones de cuatro patas, saltaban sin temor al mar y nadaban raudamente a la orilla ocultándose en los pilotes de muelles, bodegas y en cuanto espacio seguro les brindara protección, oscuridad y alimento. Transmitiendo de este modo sus pulgas a los humanos y con ellas la enfermedad y muerte.

La peste rápidamente llegó a los puertos de Iquique, Antofagasta, Taltal y Mejillones e hizo estragos en su población. Pero cuando esta maldición logró alcanzar a las sacrificadas oficinas salitreras y a sus habitantes simplemente devastó las localidades donde el hacinamiento, la falta de alimentación y las inexistentes condiciones sanitarias mínimas, eran el pan del diario vivir. La vida industrial, comercial y social fue gravemente afectada, pero por sobre todo, el más alto precio, por estos veintitantos años de esta pandemia salitrera, lo pagaron los infantes y angelitos de la pampa con sus inocentes vidas que sucumbían producto de la inflamación de los sus ganglios linfáticos y a la expulsión de material purulento al exterior de sus débiles, desnutridos y diminutos cuerpos en medio de grandes dolores. Para el año 1907, los ciudadanos que habían sufrido de la peste eran 695 de los cuales 302 habían fallecido en todo el despoblado de Atacama. Esta cifra aterradora sólo se refiere a la población censada en tiempos de pandemia por los cuerpos de salud, ya que existía una importante parte de la población que por distintas razones nunca fue considerada en estos datos dada las dificultades de la época.

Los historiadores y poetas han escrito cientos de veces que la muerte no descansa ni toma vacaciones, fue así como el año 1910 nuevamente desde los océanos del mundo y de puertos desconocidos. Nuevos vapores con nuevos nombres trajeron nuevamente, viejas enfermedades que han asolado la humanidad desde tiempos inmemoriales. Otra vez en esta historia se presenta el puerto del Callao como el eslabón primero de la cadena de muerte y desolación venida y colgada del ancla que te sumerge a la vida de los espíritus. Pero esta vez con los adelantos ferroviarios de la pampa salitrera y sus vías de rieles y durmientes tendidas en el ripio calichero que daban velocidad a la carga portuaria que llegaba al desierto, sirvieron también para que con ella llegará la viruela, la fiebre amarilla, el sarampión, el tifus exantemático epidémico, transmitido por el piojo del cuerpo humano y un segundo y más mortal brote de una vieja y letal conocida, la peste bubónica. Para el mes de julio del año 1910, próximos a nuestro primer Centenario generará más de 3.053 contagios y 988 fallecidos, que ya no pudieron ver y ser parte de las celebraciones de la Patria en Centenario.

La muerte nunca ha dado tregua a la gente del desierto, del salitre, del guano, del cobre, de la plata, ya sea por enfermedad, accidentes laborales o por reclamar justas demandas en la denominada cuestión social por la dignidad del trabajador y su familia que hicieron, quiéralo o no los historiadores más conservadores, cambiar Chile socialmente a un país con más dignidad para los trabajadores. Para 1912 se produjo una pandemia devastadora de fiebre amarilla transmitida por mosquitos o garrapata dada las escasas o inexistentes medidas higiénicas en las oficinas salitreras que ha muy pocos o ninguno de los administradores y dueños de salitreras les importaban, las órdenes de capataces, guardias y vigilantes era solo producir. Esta terrible enfermedad que comenzaba con un dolor muscular, náuseas, vómitos, falla renal y que terminaba en el peor de los casos con un desenlace fatal, en la aparición de una falla orgánica única o múltiple generalmente del hígado o los riñones y con la deshidratación que llevaba a la muerte y afectaba mayor y tristemente a la población infantil de la pampa.

Al recorrer el desierto en su geografía viva de sal y costra dura que encallece las manos de los obreros. Entre las llanuras secas de agua que no es agua sino puna, de tierra que no es tierra, sino costra, podemos ver a la distancia de kilómetros unos catres pequeñitos de metal oxidándose al ritmo y abrigo de la camanchaca nocturna que los cubre en las madrugadas y los libera de esta colcha húmeda con los primeros rayos del sol. Son el enrejado que marca una tumba en el árido suelo con flores de lata y papel. Más allá unas cruces de madera solitarias que perdiendo sus nombres, pinturas y colores por el sol y las estrellas del firmamento pampino, pero igual se mantiene altivas, humildes y con la fe del sacrificio pampino resguardando y señalando el descanso eterno de quienes perecieron en la epopeya humana de conquistar el desierto de Atacama y su riqueza sin fin.

Son los cementerios de los apestados que desde el año 1903, hasta aproximadamente el año 1920 estuvieron en pleno funcionamiento y hoy se lleguen en el silencioso paisaje, como mudo testimonio y monumento de una época que pretendíamos olvidada y que de pronto reaparece en nuestros días con tal fuerza y magnitud que nos obliga a hacernos cargos de nuestras propias pequeñeces y debilidades como seres humanos de este nuevo siglo… Si, ahora como en antaño muchos de nosotros quedaremos en el recuerdo y la sepultura para anunciarles a quienes se creen poderosos, nuestra propia fragilidad como especie en muchos sentidos… Pero quienes sobrevivan a esta pandemia del siglo XXI, seguirán escribiendo la historia de nuestra hermosa tierra nortina.

Solo las arenas y sales calicheras del desierto y el tiempo, cuando finalmente resecan y derriban la madera de los viejos ataúdes que anidan en sus entrañas poderosas, logran colarse clandestinas por entre las grietas y rendijas que dejan las tablas secas de estos “pillamas de palo” de la pampa y por fin y luego de un tiempo largo abrazan y besan a los muertos de la pampa y los hacen ciudadanos eternos en sus facciones de difuntos inmortales. Cosa rara tienen los cementerios de la pampa. Al muerto pobre lo acoraza el caliche en lo profundo de la sal protegido, y al muerto rico en sus mausoleos relucientes mármol blanco y flores de lata dura, los hará presa fácil de los chacales humanos del desentierro de riquezas ya difuntas.

Es la muerte y la pampa dura, en todo su poderío y esplendor mortuorio que da cuenta de su caprichosa voluntad inmericordiosa con los desdichados que un día vinieron aquí persiguiendo sueños de progreso, seguridad y justicia que jamás llegaron y solo fueron espejismos de agua imaginaria titilante en el horizonte lejano que nunca tuvo un puto arcoiris luminoso y alcansable que diera esperanzas, sino mas bien recibieron puros remolinos tierrosos de chuzca punzante insolente que no los dejaba ver su presente y menos el futuro que los llevó a tumba.

Contemplar hoy nuestro muelle histórico “Melbourne y Clark” , con la quietud y perspectiva de los años y la paz de un nuevo tiempo. Sentir los vientos suaves de una leve brisa marina que sube al muelle con la agilidad de las grúas salitreras en pleno funcionamiento. Revivir en nuestras imaginación de Antofagastinos el ajetreo de los años del guano, la plata y el salitre. Años en que cientos de estibadores portuarios que a pecho, pulmón y hombro cargan los sacos salitreros que desde esas tablas marinas benditas de sudor y sangre eternas recorrerán los océanos para llegar a los campos del mundo.

Ricardo Rabanal Bustos

Magíster en Educación

Profesor de Historia y Geografía

Historiador y Cronista Regional

Acerca del Autor

@E2Elgueta

Periodista, locutor, maestro de ceremonias y animador. Director de Contenidos de AntofaPop
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